Pollo's conquered lands


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Wednesday, September 28, 2011

Cuba

23/05/11 – 27/05/11





“Ir a Cuba antes que todo cambie”. Este es el motivo que habitualmente da mucha gente, como yo,  para ir a visitar la bonita isla Caribeña de las Antillas en estos días. Su geografía paradisíaca junto con su singular y único estado social, atrae a miles de turistas al año que, bronceándose en la playa del resort, fumando puros, tomando decenas de mojitos, gastan en una hora lo que un cubano medio gana en un mes. Ron, sol, alegría, salsa, playa, sexo, habanos… así es como los turistas se sienten liberados en una isla donde los cubanos se sienten encerrados. Y si bien yo pensaba que el flujo de turistas alimentaba la hambrienta economía socialista, con mi breve visita al país me di cuenta que también alimentan el famélico sueño cubano: salir cuanto antes de aquella paradisiaca prisión caribeña.







Cuba no es un país fácil para viajar de mochilero o, al menos, eso es lo que me dijeron antes de que llegara a la isla. Siguiendo estos consejos y esperando pagar unos precios desorbitados de turista, limité mi pasada por la isla a tan solo 5 días, suficiente para conocer la ciudad y la gente de la Habana, ponerme alegre con algunos mojitos y tomar desde allá mi vuelo para Bogotá.

Escasas horas había dormido la noche antes de partir para la isla, y mis cortas cabezadas en el avión, de poco sirvieron para cambiar mi cara fea y ojerosa. Quizás ese aspecto poco cuidado fue el motivo por el que, al pasar por la aduana del aeropuerto de la Habana, me acribillaran a preguntas y controles de todo tipo. Aunque la verdad es que, después de lo que viví en el aeropuerto de Melbourne, ya estaba preparado para cualquier cosa.




Me revisaron repetidas veces el pasaporte y, sorprendidos por el gran número de visados que tenía, me preguntaron a que me dedicaba, pensando que igual podía ser un rico traficante de drogas o algo parecido. Con un tono serio y profesional e intentando parecer un hombre respetado, yo les dije que era arquitecto en Barcelona y que con mis ahorros estaba viajando un año entero por el mundo. No se si se lo creyeron, ya que lo siguiente que hicieron tras mi respuesta, fue pasarme los perros por las bolsas y, al ver que no ladraban, me preguntaron; “¿lleva udté dloga en el equipaje o consume nollllmalmente?”, a lo que yo indignado dije que por supuesto que no. Fue entonces cuando me llevaron a un cuartito y me hicieron la prueba del sudor para comprobar si había consumido recientemente algún estupefaciente, pero sorprendidos se quedaron cuando salió el resultado, pues era negativo. Así que, después de pasar una hora con aquellos amables agentes (los cubanos son la leche, incluso aquellos eran amigables), pude salir libre por la puerta del aeropuerto, desde donde pude apreciar los viejos coches, las deterioradas calles y la sobrecarga de propaganda socialista, ¡estaba en Cuba!



Tuve la suerte de que para mi estancia en la Habana, mi buena amiga Mariona (la Masuvera), me puso en contacto con una familia cubana con quien ella se hospedó durante el rodaje de un documental sobre la isla.



La familia vivía en el barrio del Vedado y cuando llegué a la casa, la abuela ya me estaba esperando en la esquina del edificio. Me encantó la señora; su acento cubano, su simpatía y cercanía me hicieron presentir que el Superpollo encajaría muy bien en su humilde casa.




Poco después conocí a su nuera Gladys, con quien fui a buscar a uno de sus dos hijos al colegio y ya de paso, a caminar un poco el barrio . Estuvimos un buen rato conversando sobre el estilo de vida cubano que, después de oír sus inacabables quejas, comprendí que para ella no era más que una auténtica “mielda”. Aunque eso sí, nunca le hacía perder la sonrisa.



Su piso se encontraba en una situación privilegiada del malecón, en uno de los edificios construido por los americanos en los años 50, justo antes de que estallara la revolución. Aún se podía sentir que, en su momento, aquello pretendía ser la versión cubana de Miami Beach, con casinos y hoteles de lujo, aunque finalmente todo quedara en un “sueño americano”.




Todo el barrio tenía también ese toque antiguo y decadente tan característico de la Habana. Palacios y casas medio derruidas, calles mal asfaltadas y una cierta pobreza en el ambiente que, si en otro país me hubiera podido transmitir inseguridad, en la Habana hacía más bien lo contrario. Por lo que descubrí después, la tasa de crimen en Cuba es envidiable y más respecto a los turistas, pues un ladrón puede pasar de 2 a 30 años en prisión por un simple robo, dependiendo del grado de violencia. Empezaba a ver que pese a las quejas, aquel sistema socialista tenía también sus cosas buenas…




Pero también las había malas sí, pues al ir al supermercado pude comprobar lo que Gladys me decía; “No hay de ná”. ¡Aquello parecía un supermercado de un país en guerra!



El bloqueo americano y los irrisorios sueldos cubanos (¡¡de 15 a 40 dólares al mes!!), hacen que en la lista de la compra de los cubanos aparezca poca cosa más que lo que se les incluye en la libreta de racionamiento de alimentos por familia.


Esta libreta es un documento que reparte el gobierno (uno por núcleo familiar), en el que constan las cantidades básicas de alimento que puede y ha consumido cada miembro de la familia, siendo las cantidades elementales a un precio muy asequible, mientras que las posteriores adquieren un precio más elevado. Y todo escrito a mano, en el año 2011…



Pero pese a no casi no poder permitirse ningún capricho, como un buen helado para combatir el calor, ahí estaba cada noche esa encantadora y generosa familia, ofreciéndome su sencilla cena sin tener obligación alguna, pues yo les pagaba tan solo por dormir en su habitación. Todo un detalle que, sin duda, sentí que debía corresponder.



Mi segundo día en la Habana empezó por una rápida visita por el Instituto de Cine de Cuba, donde di los recuerdos pertinentes de la viajera Mariona y recibí algunos consejos de que cosas visitar en la ciudad (seguía viajando “a pelo” y me encantaba, ¡desde Australia mi única Lonely Planet era la gente que conocía!)



Pasé toda la mañana perdido por la Habana Vieja, callejeando por sus decadentes pero animadas calles que simplemente me dejaron alucinado. ¡Diría que es la ciudad más bonita que he visto en este viaje!


Me gustó tanto que incluso me hubiera planteado quedarme a vivir allí, si las cosas no estuvieran tan complicadas claro…Además, si con los sueldos de Barcelona casi no llega ni para la “guagua” (autobús), con 20 dolares al mes en Cuba, ¡no quiero ni imaginar!



!Coño! ¡Si es que además hay las mismas "guaguas"!




Paseando por el centro, hice la típica y turística parada en el bar Floridita, donde pagué 6 dólares (1/4 del sueldo mensual cubano) por un Daiquiri, simplemente porque el sitio frecuentado por el escritor americano Ernest Hemingway…menuda pinchada.




Después de llenarme la panza probando la cocina cubana (que no me pareció gran cosa), me dirigí al Museo de la Revolución, donde tardé un buen rato en llegar ya que no podía parar de tomar fotos a cada paso que daba por aquellas bonitas calles coloniales.









En el Museo pude documentarme sobre la revolución cubana y, aunque la información era muy propagandistica, aprendí algo más de lo que toda la gente sabe sobre el el movimiento liderado por Fidel Castro.






Con tanta propaganda revolucionaria casi me entraron ganas de ir a Plaça de Catalunya de Barcelona para unirme a la Spanish Revolution que surgía en esos días, pero en vez de ello me fui a pasear un rato por el largo malecón de la Habana, sitio de reunión de todos los ciudadanos en su tiempo libre.




Fui a las visitar las principales plazas de la Habana Vieja, como la plaza de armas y la plaza de vieja, y allí fue donde me enamoré de un pequeño negrito cubano muy juguetón.



No, no me he vuelto gay, simplemente se trataba de mi querido perrillo cubano…

MOJI!



Este graciosillo perrito callejero iba callejeando como yo por la Habana, sin rumbo alguno, hasta que me vio y me empezó a seguir por todos lados. Como vi que no tenía dueño, empecé a jugar con él, le protegí de algún perro grande que se le puso vacilón y ya no hubo manera de sacármelo de encima. Le cogí cariño enseguida, pero pronto me empecé a plantear que sentido tenía hacerlo si al fin del día tendría que déjalo solo otra vez, por lo que intenté despistarlo un par de veces, ¡pero él siempre acabo encontrándome de nuevo!.
Intenté regalarlo a varios cubanos para que lo cuidaran,  pero nadie quiso y comprendí que no había manera de romper esa fuerte amistad. Decidí ponerle nombre y escogí llamarlo Moji, ya que poco después de que me empezara a seguir, me fui a tomar un mojito a la  “La bodeguita del Medio”, pero tuve que acabar tomándolo sentado en la calle ya que no me dejaban entrar al local con él.



Y el cabroncete no quería esperar fuera, claro…



Así que con mi pequeño amigo me fui callejear por el centro de la Habana, donde me di cuenta que en Cuba toda la gente era igual de amigable que mi nuevo colega, pues conocí muchisimas personas amables, abiertas y simpaticas que, al contrario de lo que dice el mito cubano, no parecían esperar nada a cambio.



Seguía paseando con el subidón fotográfico a tope, así que cada pocos metros que caminábamos, Moji me esperaba mientras yo tomaba fotos cualquier personaje que me llamara la atención…



Niños inocentes jugando por la calle,



Niños “no tan inocentes” jugando por la calle…



(…joder menos mal que La Habana no hay crimen... estos parecían sacados de Prison Break!)

También había personajes autóctonos auténticos…




Exóticas chicas guapas y coloridas…






Y otras “chicas” también exóticas, ¡pero no tan de mi agrado!



Después de un largo día de paseo llego el momento triste, pues me tuve ir para casa de mi familia cubana y despedirme de mi chuchillo Moji, que se quedó apenado y sin entender nada mirando cómo me alejaba dentro del taxi que acababa de tomar. Un momento duro pero inevitable…



Al día siguiente fui con Gladys al banco, donde pude retirar dinero (casi no hay cajeros en la Habana) y aprendí un poco más sobre la frágil y complicada economía cubana.

Cuando en 1991 cayó la unión soviética, Cuba perdió el subsidio que tenía de ésta y tuvo que buscar nuevas fuentes extranjeras de ingreso, como el turismo o el comercio externo. Debido a esto, durante una más de una década estuvo circulando el dólar americano junto a la moneda nacional (el peso cubano), hasta que en 2004 Fidel se cansó, lo retiró y lo remplazó por el llamado peso convertible (CUC). Se fijó una tasa de cambio de 1CUC = 24 pesos cubanos y la creación de éste generó una división social, ya que tan solo sectores como el turismo o el mercado negro pasaron a cobrar con CUC, mientras que los funcionarios y pensionistas (la mayoría de la población, toda mi familia al completo) siguieron cobrando en el devaluado peso cubano.
Cada vez son más los productos que se deben comprar en CUC, por lo que familias como la mía se ven obligados a convertir moneda para poder comprar productos básicos cuando se acaban los de la famosa libreta. Si hacemos un balance de esos gastos elementales, que suben de precio año tras año, con los ingresos de un sueldo congelado de 20 CUC al mes, se puede entender porque en “mi casa” ¡no había ni para pipas! Y el problema es generalizado, pues es independiente del trabajo del que disponga Gladys o Sergio (el marido), ya que incluso un ingeniero o un médico cirujano en Cuba (los médicos cubanos son reconocidos mundialmente), ¡tan solo llega a cobrar unos 30 o 40 CUC al mes! Si, si… ¡unos 40 dólares! El mismo precio que paga un turista por de una buena cena en pareja en un lujoso hotel de la ciudad y del que, el camarero, con las propinas incluidas…¡se puede llegar a sacar 1000 CUC al mes!
La falta de recursos de la isla hacen que el turismo sea una fuente de ingresos básica para poder subsistir, pero en realidad, no es más que un arma de doble filo que nutre y, a la vez, ensucia todo el sistema. Con el dinero del turismo, en Cuba desaparece el principio de igualdad básico del socialismo, pues se crean dos clases sociales separadas por un mundo; teléfonos móviles, electrodomésticos, ropa de marca del mercado negro… estos son los lujos que un hombre que se dedica a salvar vidas nunca podrá llegar a tener, pero que en cambio, uno que sirve copas comprará sin problema. Pobre y oxidado comunismo para muchos, rico y reluciente capitalismo para pocos.



Me gustaría matizar que todo este rollo no me lo explicó el pobre cajero del banco, sino que lo fui entendiendo a medida que pasaron los días y hablaba con la cansada gente cubana. Como Gladys, con quien después de pasear toda la mañana, me fui a comer a un económico paladar cubano.



Los paladares son restaurantes montados en casa de gente propia, aunque controlados por el gobierno (en Cuba, un 90%  de los negocios son del estado, mientras que solo un 10% es privado). En ellos se puede comer un buen plato por tan solo unos dos euros por cabeza y como éramos dos cabezas, quise invitar a Gladys quien, después de decir que no un par de veces, acabó aceptando.
Ese es un hecho muy característico cubano que ya me había pasado con otra gente, especialmente con la abuela de la casa. En algunas ocasiones le ofrecía comprarle algun batido de chocolate o cualquier cosa y, aunque que ella me decía un rotundo “no,no,no,no Sergito, tu dinero es para ti”, después de insistirle una vez más se lo bebía más contenta que unas pascuas.
Y es que no podía no corresponder a la familia, pese a que les pagaba por la estancia, ellos me ofrecían todo lo que tenían (comida, pepinos (botellas) de zumo natural, café…) y lo mínimo que podía hacer era traerles un detalle cada día. Pensaba en cosas que no pudieran comprar habitualmente y que les gustaran a los niños; helados, chocolate, dulces… cualquier cosa que pudiera agradecer su buen trato y amabilidad durante mi estancia en su habitación (de hecho la habitación era la de matrimonio, pese a que yo no quería, Gladys y Sergio dormían en la de los niños)



Después de comer con Gladys yo me fui ooootra vez a recorrer la Habana y ooootra vez sufrí un ataque de “fotosíntesis” aguda.









Cuando ya tenía el dedo índice agarrotado de tanta foto y la barriga rugiendo en búsqueda de comida, pasé por enfrente de un paladar clandestino donde un simpático cubano me ofreció cena y mojito por 2 CUC. No pude rechazar la oferta pero, a la hora de tener que irme, el chico empezó a intentar sacarme algo extra, cobrándome más, pidiéndome algo de ropa o incluso una llamada por el móvil. Por primera vez sentí que me hacían aquello tan típico cubano de que, primero con mucho arte se te camelan, pero luego solo quieren llevarse algo de tu bolsillo.
Pero como yo soy muy tozudo y no me gusta que me hagan esas artimañas, pagué los 2 CUC pactados y tomé un taxi para cruzar al otro lado de la Bahia, al fuerte donde se hacía la ceremonia del Cañonazo.



Durante los 3 días que llevaba en Cuba, me sorprendí al descubrir que, en repetidas ocasiones, mucha gente me confundía por cubano. Aun no entiendo el porqué (imagino que al estar tan moreno...) pero el caso es que, en una ocasión,  incluso un taxista me cobraba el irrisorio precio de 1 peso cubano hasta que, al hablar yo y notar mi acento, ¡pasó a cobrarme 1 CUC por ser turista!
De ahí aprendí, y cuando vi que en la ceremonia del Cañonazo el precio para un cubano era de 9 pesos cubanos, mientras que para los turistas eran 9 CUC (¡9dolares!), aproveché para mostrar todos mis poderes camaleónicos, me puse en la cola de los cubanos y recordé que tan solo tenía que hacer una cosa; no decir nada. Pero llegó mi turno y la chica me preguntó: “Cuantos boletos desea?”, así que tuve que improvisar y recurrir a mi intento de imitación de acento caribeño, por lo que dije: “uuuuuno”. ¡Tragó! increíble pero la chica me cogió el dinero y me dio el billete para ir a ver la ceremonia que, por cierto,  tampoco fue gran cosa (¡bien hecha la trampa!).



Esa iba a ser ya mi tercera noche en Cuba y en cuando lo pensé, me di cuenta que…¡en ninguna de ellas había salido! No podía irme de la isla sin ir a conocer la fiesta cubana, así que después del cañonazo, salí a ver si aprendía un poco de salsa...
Pese que a Sergio (el padre de familia) no le gustó mucho la idea, me puse unos vaqueros, una camisa y me fui por todos los locales cercanos de la ciudad, donde fracasé estrepitosamente ya que no había un alma en ninguno de ellos. Era un una noche cualquiera entre semana, así que decidí dejar lo de la fiesta para otra ocasión y volverme para casa.
Antes de volver, me senté en el malecón a tomar el aire y supongo que, por cómo iba vestido, se me empezó a acercar gente. Vino un chico punk que quería hablar conmigo de música española, algún que otro a pedir limosna e incluso dos jovencitas que me ofrecieron tener sexo, con las dos a la vez por… ¡¡¡5 dólares!!! Los que me conocen me creerán cuando digo que no acepté, pero de todos modos me dejo sorprendido, a la vez que triste, el ver lo mucho que vale un simple dólar en esta isla.
Más tarde avance unos metros hasta llegar enfrente de mi casa y me senté al lado de un chico, le pregunté qué hora era y a raíz de esto empezamos a hablar, sobre como vivía yo en España y sobre como lo hacía él en Cuba. Como la mayoría de los cubanos, estaba muy bien educado y era muy culto, pues sabía el más cosas sobre España de lo que sabía yo sobre Cuba. Después e invitó a fumar su puro i a tomar de su Tetrabrik de ron y, pese a que me quería ir a dormir y ya no quería ni beber ni fumar, me pasó el mismo sentimiento que sentía con mi familia; una persona que cobra 10 veces menos que tú no puede invitarte y tú no corresponderle.
De este modo, fui a la gasolinera a comprar un par de cervezas, pero cuando me dijo que no podía venir porque la policía no permitía a los cubanos ir a comprar con los turistas, fue entonces cuando empecé a pensar si aquello lo hacía a menudo y si actuaba tan desinteresadamente como parecía.
Independientemente de eso, el chico (Wilfredo) me cayó bien y me ofreció ir con el y sus amigos a las Playas del este el día siguiente, plan que me pareció perfecto ya que era justamente lo que tenía en mente.



Nos reunimos un bueno grupo para ir a la playa, entre los cuales estaba la mujer de Wilfredo y algunos compañeros de trabajo. Todos eran muy simpáticos y amables, aunque no paraban de quejarse del sistema y de esa isla a los que ellos le llamaban “cárcel”, pues no tenían manera de contactar con el mundo (Internet está limitado a artistas y funcionarios) y, con su poder adquisitivo, en su vida iban a poder salir de allí.
También seguían las pautas de generosidad cubana; me ofrecieron café,  ron (a las 11 de la mañana…) e incluso la mujer me quería pagar el desayuno, pero en el trascurso del día volví a tener la misma duda que en la noche anterior; saber si actuaban por interés. Así lo sentí cuando pagué yo el taxi sin que ninguno de ellos me ofreciera su parte, cuando esperaron a que yo diera todo el dinero para comprar el ron (encima el más caro que había) o cuando Wilfredo, en  lo que interpreté como un último intento de conseguir “algo” antes de que me fuera, me pidió que le regalara la camisa de la noche anterior.
No tengo duda de que su generosidad es innata, pero des de mi punto de vista, cuando uno ofrece no tiene que esperar nada a cambio. Me parecía que, por el simple hecho de ser extranjero, ellos esperaban que diera algo o pagara todo que hubiera que comprar, y si en parte me parecía lógico y estaba dispuesto (mi poder adquisitivo es 10 veces mayor), no me gustaba hacerlo sintiéndome forzado a ello. Pero por otro lado, ellos me ofrecieron absolutamente TODO lo que tenían…



Con la piel bien quemada por el sol dormí la última noche en que pasé en Cuba, ya que al día siguiente debía tomar mi vuelo a Bogotá y empezar así mi aventura por Sudamérica. Antes de ello, tuve toda la mañana para ver las cosas que me faltaban de la ciudad y decidí hacerlo en plan “guiri”, des del cómodo bus turístico de la ciudad.



Vi algún barrio que me faltaba por visitar, la plaza de la revolución y también el monstruoso y gigantesco monumento antiimperialista, que los muy cachondos, construyeron muy “aleatoriamente” justo enfrente de la embajada americana.



Si en los primeros días no había sido acosado por ningún “timaturista”, en mi última caminata por el barrio de la Habana Vieja fui presa de una pareja de músicos que intentaron metérmela doblada. Éstos, actores de primera, me empezaron a hablar de un modo muy casual por la calle y, después de conversar un buen rato sobre sus conciertos en Barcelona y en Madrid, me invitaron a acudir a uno que hacían esa misma tarde. Para ello, me llevaron hasta un bar para poderme dar la entrada (aquí ya me olió a chamusquina) y cuando el chico me estaba escribiendo su invitación, apareció muy “casualmente” el camarero y ellos dijeron: “Oh! Tomemos un trago!”. Como sabía que me tocaría pagar a mí, les dije que no quería, pero se justificaron con que, en Cuba, cuando alguien tiene un gesto contigo (como la entrada a un concierto), este debe invitarle por lo menos a un trago. Vista la artimaña, me puse serio y les dije que independientemente de si me daban la entrada o no, yo no les invitaría a nada, por lo que después de que insistieran, me fui y los deje allí sentados.
Esto un tipo de timo para turistas típico de Cuba, en el que utilizando su gentileza y simpatía, esperan que les invites a algo o incluso esperan sacarte dinero (seguramente el camarero me hubiera cobrado una barbaridad por los tragos y luego se lo habrían repartido). Si uno es un poco inocente y no sabe decir que no, es fácil que caiga en esta trampa, pero vamos que no era mi caso… J



Como eran mis últimas horas en Cuba, el final de la mañana la pasé comprando algunos regalitos para mis familias (de sangre y cubana) y teniendo el último orgasmo fotográfico de la ciudad (¡casi acabé el día con artritis en los dedos!).








Una vez en casa, les di los regalos a mi familia Cubana y les ofrecí también todo aquello que realmente no necesitaba (un reloj, ropa, bolígrafos, etc) pues sabía que cualquier pequeña cosa sería bien aceptada por ellos. Aun así, la abuela parecía cada vez más insistente en que les diera el máximo posible y, pese a que le dije que las necesitaba, me repetía una y otra vez si le podía regalar unas chanclas de trekking que quería para su nieto. En aquellos últimos minutos parecía adoptar una actitud un poco diferente a la de esos días y, por primera vez, me llegó a pedir si podía comprarle un poco de aceite. Fui a comprar la botella sin miramientos y, al regresar, me recompensó con un emotivo abrazo que pensaba era de agradecimiento y despedida, pero descubrí que era otra artimaña cubana cuando dijo: “Sergito, vamos, regálale las chanclas a mi nieto…” ¡¡Arghh!! ¡¡Estaba cambiando mi buena y desinteresada visión que tenía de esa familia, solo por unas míseras chanclas, que no sabía ni para que las quería!! Al final me tuve que poner un poco serio para dejarles claro que yo no era rico en mi país y para que entendieran que, además, necesitaba las cosas para seguir con mi viaje.
Así pues, me despedí de todos ellos muy agradecido y contento, aunque debo reconocer que con un sabor un poco agridulce después de ese apretón final. Y eso es lo que me fastidia en mucha de la gente que conocí en Cuba, como ellos o Wilfredo, que están obsesionados en que no tienen nada y aceptarían cualquier cosa a cualquier precio sin saber incluso si la necesitan. 


Yo creo que el problema de esto radica también en el turismo, pues no solo es una manera de pasarles por la cara lo pobre que es su economía, sino que es también un modo de hacerles ver lo bien que vivimos y cuanto tenemos en el mundo exterior. Mi laptop, mi iphone, mi ipod, mi camisa de cuadros… ¡mis chanclas de trekking!, cosas que son totalmente secundarios para ellos, que no necesitan para nada, pero que al verlas tan cerca y pensar que nos cuestan poco, nos piden a cualquier precio. Eso es lo que genera la imagen que se tiene de los cubanos, cariñosos y amigables, pero pareciendo interesados al final. Ahora que pienso, ¡incluso el pequeño Moji actuaba de esa forma! Quizás éste no esperaba la camisa a cuadros o las chanclas, pero si una casa donde cobijarse…

Ya me había encontrado en situaciones parecidas en países pobres, como la India, donde la gente se intentaba hacerse amigo mío (no tan cariñosamente ni con encanto como los cubanos) para poder sacarme alguna cosa en su beneficio. Pero la diferencia es que en esos sitios lo hacen más por necesidad, porque el país es pobre y ellos no tienen ni para comer, mientras que en Cuba eso es distinto, allí la gente tiene poco, pero la sociedad tiene mucho. El problema es que se olvidan de esto al estar en contacto con el turismo y de los que viven de él, ya que esto les hacer querer cualquier cosa que venga de fuera, por mísera que sea, convirtiéndose en una obsesión. Una obsesión que les hace criticar y querer cambiar el sistema, a la vez que olvidar todas las cosas buenas que tiene; educación y sanidad totalmente gratuita (de las mejores del mundo), baja tasa de crimen, una manera más humana de ser entre las personas… Sobre el papel, si estos se olvidaran de los lujos externos de la isla y se fijaran en todos los beneficios sociales que tienen, el país funcionaria mucho mejor de lo que lo hace ahora, ya que el problema tan solo aparece en el momento en que nosotros gastamos dolares y, a la vez, ensuciamos todo su sistema socialista.

Tan solo conocí una persona positiva que no se dejaba llevar por todo el sobre consumismo extranjero y capitalista, la única que no se me quejó y supo valorar las cosas buenas de aquel criticado sistema "comunista", y la única que, pese a su profesión de taxista, no quiso ser más amable para esperar una propina a cambio. Por ese motivo, sin sentirme forzado y siendo consciente de que estaba usando mi poder capitalista, a ese feliz taxista fue a quien le ofrecí la propina más grande de toda mi estancia en Cuba. Pese a parecer desinteresado, no tardó en tomar el dinero...